Tu rostro risueño provocaba que yo, eventualmente también
sonriera como un tonto niño ilusionado, así fue como saludarte nunca se me hacía sencillo, quizás fue ese brillo en tus ojos color café, lo que me quitaba el sueño
prácticamente cada noche; aquellas en las que estudiar yo debía, pero por solo pensar
en ti no podía, ni siquiera concentrarme
en lo que hacía.
A sabiendas de que tú y yo no éramos precisamente los
mejores amigos, aun así debo confesarte que me encantaba hablar contigo, sin
importar de que, o el medio que empleáramos para conversar; en esos días en lo
que al menos conversábamos, yo terminaba casi siempre como un loco quien farda
de su locura, riéndome a carcajadas por tus notas de voz tan oportunas. Ahora
que estoy en plan de confesión, debo añadir que aún recuerdo esa ocasión, en la que te recostaste en mis piernas, tal
vez para descansar un poco de aquella agobiante faena universitaria. Era un
septiembre al mediodía y el calor que hacía, prácticamente nos derretía en esa
banca de concreto, que ocasionalmente se mantenía fría. Nuestros diálogos hasta
hace no
mucho eran bastante afables, contigo sentía la libertad de hablar de cualquier
tema, incluso de los no tan políticamente-aceptables, y aun así no me sentía
culpable de nada, por esa razón solo a ti contaba las cosas , tal cual las pensaba. Hablamos durante horas de ciencia, política, religión y de una que otra
bobada, envuelta de tus risas y mis miradas, un tanto desenfocadas.
Sin importar del no tan fortuito hecho de que tú me encantabas mas allá de una simple, y aveces pasajera atracción, las cosas no resultaron como quería; llegado el momento, tras una innecesaria conversación sobre un malentendido, tuve que mentirte diciéndote que no era que me gustabas, que simplemente me
agradabas y por dicha razón, era que cariñosamente te trataba; estas no serían más que
piadosas mentiras que me vi obligado a decir, para protegerte y protegerme a mí…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario